jueves, 8 de marzo de 2012

Teresa Vera, un amor sin testigo



Apuntes biográficos sobre una mujer del siglo 19





La leyenda afirma que fue una poeta infeliz que se mató por amor: confundida, en vez del salto de la poesía Teresa Vera prefirió el salto hacia el vacío. Se desconoce mucho sobre su vida y su obra –gemelas lacónicas- pero se cuenta con algunos apuntes. Nació pobre de solemnidad en medio siglo diecinueve, vivió la invasión estadounidense a San Juan Bautista, fue escritora autodidacta y dejó un puñado de poemas de amor imposible, arto declarativos, por los que padeció el comadreo mezquino de sus vecinos que en parte la orilló al suicidio cuando apenas había cumplido los 25 años y daba sus primeros pasos por los caminos de la literatura. Con todo, la niña de Comalli es la precursora de la poesía escrita por mujeres en Tabasco. Esta es su historia.


La niña de Comalli, según la antología de Manuel Sánchez Mármol.



Una mujer o nave o nube por la noche se desliza como río
Junto al agua taciturna de los pasos
Nadie observa el rostro, su perfil helado
Frente al silencio blanco del muro
Fernando Charry Lara

Por ti, defensor de las causas perdidas
Y para Adriana Martínez Concepción
Jorge Preigo Martínez
 Fernando Nieto Cadena



La noche avanzó más allá de la puerta y se quedaría junto a la joven mujer que arrullaba entre los labios el blando ritmo de dos versos: aquí padece y se lamenta el alma/ nadie es aquí de mi dolor testigo. Rumor vehemente convertido en alabanza. Sus dedos pequeños y delgados de uñas transparentes iban y venían engatusados en un minucioso artificio letal: quitaba con cuidado las cabecitas a un montón de fósforos. Pasaban lentísimas las horas, pero, ¿a quién le importaba? Amasó el fósforo con el líquido de olor penetrante, de seguro comprado en la botica de don Manuel Ponz, la única en pie en aquella anegadiza y cruel ciudad de medio siglo diecinueve: San Juan Bautista. Llevó el bebedizo a la boca y lo bebió de un golpe, sin respirar, apretando con la mano izquierda su cuello blanco en un gesto infructuoso de sobrevivencia.
Conforme se acercaba la madrugada las raíces del veneno se extendían: las piernas de la mujer temblaban sin control y su vientre era socavado por espasmos. Caminó titubeante hacia el playón calmoso del río Grijalva, enfrente de su casa. Con aire sonámbulo evadió los cayucos y lanchas varados en la orilla. Por un momento se detuvo y ladeó la cabeza cuando los perros ladraron ominosos. Entró en el río y la mansa superficie definió el contorno de sus caderas. La palma de la mano izquierda oprimía el vientre corroído por el brebaje: la nausea se confundía con el desfallecimiento, el dolor con los escalofríos, los músculos del abdomen se tensaron como malla de alambres. La ansiedad de la muerte es un suave animal que se magnifica y sus proporciones espeluznantes horrorizan y desesperan. Se mojó la cabeza con el agua que atrapó en el cuenco de su  mano derecha, como se lo había enseñado su abuela, allá, en el río Seco de Comalcalco. Luego se dejó llevar por la corriente. No pudo haber sido otra sino una noche preñada de luna, sujeta en el cenit de la bochornosa ciudad, torrencial y canicular. Apenas había cumplido los veinticinco años. Se llamaba Teresa Vera Domínguez y alcanzó a escribir algunos versos de apurada melancolía, de entrega amorosa idealizada.
Por los pocos datos biográficos que hay se sabe que su suicidio lo propició el rechazo de su tutor intelectual, un hombre mucho mayor que la incipiente poeta, y que, se puede sospechar: la seduce y la abandona o bien la rechaza por conveniencia. No se sabe con precisión. Como sea, desde entonces uno de esos versos que musitaba antes de su agonía se mantiene en vilo como reproche definitivo a su tierra, y, sobre todo, es un verso contundente que da fe de la abierta soledad y desamparo de una mujer con un tiempo en contra: Nadie es aquí de mi dolor testigo. La luminosidad de esta línea alcanza para decir que se adelantó con bastante tiempo y suficiente agonía a poetas como Silvia Plath y Alfonsina Estorni aunque no alcanzó a tañer su campana de cristal como la norteamericana ni el regodeo del ambiente intelectual de la segunda. Analogías aparte, su potente drama y el puñado de poemas que escribió es suficiente para ponderarla como la pionera de la poesía escrita por mujeres en Tabasco.


Los primeros pasos del viaje

Portada del libro facsimil que se publicó por primera vez en 1861, y en 2005 coeditaron la UJAT y UAY


Teresa fue hija del matrimonio que formaron los señores Justo Vera y Gregoria Domínguez. Nació en Comalcalco el 14 de abril de 1834 y compartió –en lo que duró- el cariño de sus padres con tres hermanos mayores: Candelario, Antonio y Gregoria. Por esa época los países más avanzados de Europa estaban imbuidos en la revolución industrial y nacían nuevos expansionismos imperialistas. España pagaba con rezago el periodo confianzudo de la rapiña en sus años de imperio y México sus primeros años de independencia con el caos y la purga sangrienta de sus clases gobernantes y militares. Por estos rumbos, la provincia tabasqueña navegaba en la prehistoria de la historia de su tiempo, se dice que más cercana a la edad de piedra que a la era industrial. Su población sucumbía por el cólera morbus, el vómito negro, y los continuos levantamientos armados.
En 1825 llegó la primera imprenta –doscientos años después de que llegase una a la Ciudad de México- y se promulgaría la primera Constitución local.  Más adelante, en 1833 nace en Mérida el dibujante e ilustrador José Dolores Espinosa Rendón quien aporta el único retrato que se conoce de la niña de comalli, y en 1839, en Cunduacán, arriba por estos linderos Manuel Sánchez Mármol, el escritor que la descubrió.
Por la retacería de textos biográficos escritos sobre Tere, a lo largo de ciento cuarenta y seis años después de su muerte, se sabe que los Vera Domínguez vivieron en Comalcalco hasta que ella cumplió los cinco años: fue una etapa dura pero feliz, dicen. Por motivos desconocidos la familia se mudó a lo que hoy es la cabecera municipal de Jalpa de Méndez y es en ese mismo pueblo, cuando la menor de los cuatro hermanos caminaba sobre los nueve años de edad, donde sus padres y uno de sus hermanos son abatidos por la epidemia del vómito negro. El destino iniciaba su trabajo implacable. Medio entendida la tragedia, los niños sobrevivientes pasarían al cuidado de la abuela materna, doña Estefanía, mujer de trato fuerte pero sin duda mimosa en los ratos libres que dejaban las obligaciones caseras y el trabajo. Doña Estefanía inició a lo niños en los rudimentos de la lectura, apoyada –quizá- con fragmentos traducidos de la Biblia y los pocos periódicos que llegaban de San Juan.
A los  pocos años de haberse iniciado en la orfandad los Vera Domínguez, el tenedor de libros Buenaventura Margalli, sanjuanense próspero y culto se enamoraría de Gregoria, hermana mayor de Tere.  Tras un rápido noviazgo vino la fiesta nupcial y don Buenaventura llevó su joven esposa a su finca llamada El Paso Real por los alrededores de lo que hoy se conoce como Tierra Colorada. El rancho propiedad de los padres del recién casado tomaba el nombre del camino principal que comunicaba la capital con los pueblos de Jalpa, Cunduacán y Comalcalco. Buenaventura, a diferencia de sus antepasados rehuiría la política y las armas. Se dedicó a un oficio que dejaba mejores relaciones y algunas cómodas regalías de comerciantes españoles, criollos y representantes de países extranjeros, como la casa que compró en la calle del Comercio -hoy calle Juárez de la Zona Luz- que por ese entonces casi estaba a orillas del playón del río Grijalva, donde el tenedor presumiría con celo su pequeña biblioteca personal, bien dotada para su época y envidiada por sus  coetáneos. En esa casa, con sus padres adoptivos Teresa confirmaría su deseo de aprender a leer y escribir.
Se desconocen los motivos que removieron a la pequeña Tere del regazo de su abuela para venir a vivir con el matrimonio. Las razones ocupan varios renglones que van desde la intención de alejarla de la “roja lámpara” del incesto, hasta, la más creíble, que Gregoria necesitó apoyo para los hijos, además de cumplir el papel adoptivo. El semblante tristón de la niña se transformó ante la posibilidad de mirar con sus propios ojos aquellos lugares que medio describía su hermana en cartas sembradas de noticias aluzadas por la fantasía alucinada de la humedad, el agua, el verde y las temperaturas de cuarenta grados centígrados a la sombra.
Por las mañanas a la orilla del río llegan cosas y más cosas de pueblos lejanos y países que no alcanzo a describir, pespunteaba Gregoria: Los cazadores con pieles de venado, jaguar y nutria. Otros más con carne de armadillo y lagarto fresco o salado. En lanchones y mulas llegan el cacao y el piloncillo. Los quintales de arroz, maíz y frijol que se suben a los vapores. Los pescados frescos y las piguas que todavía saltan en las trampas. De los barcos extranjeros bajan los cortes de telas finas, las lozas y los candiles, y los cayucos llegan con racimos de plátanos amarillos, verdes, jucos, y parecen adornados para un desfile. Otros más llenos de yuca, macal y mazorcas de maíz tierno para el puchero.
Hay días que en el playón del Puerto de la Villa Hermosa no caben tantos bergantines, pailebots, barcas y barcos de vapor. Tan pronto atracan los hombres empiezan a bajar sal, sebo, cera, zapatos, hilo henequén, cintas multicolores para adornar las faldas y el cabello, mantas, peines de carey y palo. Llegan especias como el azafrán que tanto le gusta a la abuela para el arroz, las cervezas y los vinos con los que tu cuñado se pone muy alegre, las galletas, quesos, aceitunas, hachas, botones, canela, papel, camisas, calcetines, pañuelos ¡Y un sinfín de cosas!, describía fascinada la mayor de las Vera Domínguez. A veces, en la otra orilla -ajustaba en la posdata, antes de los besos y la repartición de los dulces- pasan las balsas de troncos de caoba, cedro y tinte ¡Copeteadas de garzas!, que son arrastradas por pequeños barcos de vapor.
Cuando por fin Teresita observó aquella agitación de los días de compras a orillas del río Grijalva, se avivó su inteligencia dotada. En especial cuando acompañaba a su cuñado para recoger los libros que le llegaban de Cuba, España y Perú. Con el tiempo encargaría ella misma sus propios títulos. La ciudad cambió el semblante de la pequeña de Comalcalco, sin duda, pero no todo fue colorido bullicioso. Su sensibilidad infantil se topó con las sombras palúdicas de los indígenas que llegaban de los pueblos de la Chontalpa y los pantanos para pelear codo a codo con los perros por los desperdicios. En su mirada se le clavaron la mirada diarreica de los niños miserables de los alrededores, el tufo agrio del alcoholismo evasivo. Más de una vez se detuvo en las hileras de mujeres con estómagos flatulentos y sus manchas ovajinales que venían del poblado de Atasta y regresaban con bultos de ropa sobre la espalda: Les decían las envoltoriosucio.  Huía con vehemencia de las nubes de moscas que salían con el calor de los tiraderos y las zanjas que desaguaban la defecación y orines rumbo a las lagunas y riachuelos. Miraría con algo de curiosidad y temor a los lacandones con sus harapos miserables, su largo y sucio pelo lacio, y sus arcos sobre la espalda, sentados en las afueras del playón, esperando el momento para cambiar aves de plumas preciosas por los saquillos vacíos de algodón gringo, muy buenos para los cotones.


Entre la barbarie y las hojas de los libros

Portada de la compilación de relatos, testimonios y entrevistas sobres mujeres que realizó el poeta Teodosio García Ruiz y se publicó en el 2010 por el IEC


San Juan Bautista fue una ciudad enigmática. En lo comercial, por la gran actividad de su puerto de agua dulce, la ciudad ha sido estampada como una Venecia tropical, no obstante, en lo cultural y en lo social se le describe como un territorio arcaico y de animadversiones brutales: sumido en las infecciones y el esclavismo disfrazado de servidumbre. Al menos así lo evidencia Arcadio Zentella Priego en su novela “Perico”.
Uno de los muchos sucesos crueles de la historia tabasqueña que mejor retrata el ambiente fue la mutilación de los restos mortales del cubano Francisco de Setmanat. El ex gobernador de Tabasco quería mantenerse aconchado otro tiempito en el poder y regresó a tierras chocas acompañado por un pequeño ejército de asesinos a sueldo que contrató en Nueva Orleáns. No intuyó a tiempo que a su buena estrella se le habían caído todos los picos y fue derrotado y fusilado en Jalpa. El cuerpo llegó horas después entre el regocijo chismoso que esperaba con ansiedad el momento en que se le cortaría la cabeza para exponerla clavada en una pica como escarnio según la orden del gobernador en turno. Pero la testa, por la inexperiencia del verdugo caería al palangón de aceite hirviendo y se frió totalmente, lo que no impidió que se expusiera tal cual en la plaza principal. Esto ocurrió entre los días de diciembre de 1844 y abril de 1845. Por esas fechas se mudaron los Margalli Vera a San Juan Bautista y con ellos Teresa, con diez años acaso. Si no presenció la pica con la cabeza dorada escuchó del suceso porque un acto así rebasa con facilidad la sobremesa durante meses. Además, lo recordaban con vehemencia las viejas que se santiguaban cuando pasaban por el lugar.
Antes de llegar a los trece años, dos sucesos ocasionados por la guerra entre México y Estados Unidos cimbraron el espíritu sensible de la jovencísima Teresa y la devolvieron a su retraimiento enfermizo. El primero ocurrió el 25 y 26 de octubre de 1846 cuando la ciudad fue cañoneada desde el río Grijalva por el barco de vapor Missisippi. El aviso inminente de la invasión apenas dio tiempo para que la guarnición tomara las precauciones indispensables, no muchas en todo caso. Los toques de campana dieron la alarma, se impuso la confusión, y volvió el miedo de los ataques piratas todavía presentes en la plática de los más viejos. Los que se enteraron a tiempo almacenaron víveres, se escondieron o se fueron a sus casas de descanso en los pueblos cercanos. A los Margalli Vera no les dio tiempo de prepararse para salir hacia el rancho, así que, esperaron lo peor. Y llegó.
La cuadrilla naval estadounidense al mando del comodoro Mathew C. Perry contaba con más de dos mil hombres armados y tres buques menores artillados, suficiente para escombrar por completo varias veces a la antigua San Juan Bautista que de su lado apenas contaba con unos quinientos hombres al mando de Juan Bautista Traconis, y una doble fortuna a favor. La primera fue que, por su importancia comercial radicaban en ella cónsules y comerciantes extranjeros de importancia. Luego del primer ataque de la cañonería, temerosos por sus vidas y bienes los capitalistas levantaron bandera blanca y pidieron una entrevista con el comandante invasor. El futuro del pueblo y de su gente se debatía entre “los cojones” y las estrategias militares improvisadas del gobernador y comandante que no rindió la plaza, y el arribismo pragmático de los comerciantes y diplomáticos “neutrales” quienes alegaron ante el jefe naval que en la ciudad sólo había una población inerme –que era cierto-, pero sobre todo, que si alguien perdía propiedades eran ellos, ciudadanos de países amigos. Los acaudalados fueron recibidos en el Missisippi por un joven subjefe militar naval que los guió hasta el puente de mando militar. Al fondo del compartimiento la figura de estatura enérgica del Comodoro. Miraba hacia el atardecer de aquel 25 de octubre que se imponía a la humareda ojeriza de la ciudad bombardeada. Tenía entre sus manos uno de los poemas que le daría fama a Walt Witman: Canto a mí mismo (el que León Felipe tradujo en 1941, casi un siglo después). Witman, joven poeta estadounidense de tonos heroicos que aún no alcanzaba el punto más alto de su poesía pero que ya era un intelectual influyente en su país. El mismo ángel de la nueva literatura que anunciaba una poesía democrática acorde al pueblo y profería sin miramientos la invasión gringa en el norte de México, acólito del destino manifiesto. Perry apenas movía los labios delgados. Dejó las hojas e intentó convencerlos de que persuadieran al militar bravucón para que entregara la plaza a cambio de sus vidas, bienes y salvoconductos. Pero no lo lograron. Traconis había usado la labia de los influyentes para ganar tiempo y apurar pequeños grupos armados más voluntariosos que defensivos, eso sí, arto incómodos para el enemigo.  La otra situación que alivió el infortunio de los sanjuanenses fue que el principal objetivo de los invasores consistía en apoderarse de los barcos para reforzar su cerco naval en el Golfo, desde Tamaulipas hasta Campeche. Al día siguiente los tabasqueños iniciaron el hostigamiento desde los edificios cercanos. La rala fusilería tabasqueña recibió a cambio el grueso de la cañonería naval. Pero, apremiados por la orden de regreso y con el botín asegurado los invasores viraron proa hacia Frontera. El retiro del Misissippi fue celebrado en tierra como un día de gloria para las armas locales.
A partir de este suceso la familia Margalli Vera decidió vivir los días de inundación en el rancho y el resto en la ciudad, con un ojo al gato y otro al garabato, siempre listos para salir huyendo en caso de otra invasión pues los gringos seguían anclados frente a la desembocadura del Grijalva, en Frontera. Además, a la joven teresa la sentaba mejor el campo. Como se temía, los sobresaltos no quedaron en esos días. El 15 de junio de 1847 los barcos estadounidenses volvieron. Desde su línea de batalla descargaron sin miramientos sus cañones y desembarcaron para  tomar a sangre y fuego la plaza. Perry quería apresar al bravucón que el año pasado lo hizo pasar por cobarde, y de paso, vengar la muerte de su joven marino, su protegido, aquel capitán altivo que abrió las puertas de su  camarote de mando a los adinerados extranjeros y muriera durante la retirada sobre las aguas del Grijalva. No sabía que el gobierno federal lo había destituido. Ante la invasión el gobierno y congreso local acomodaron sus curules en Tacotalpa en tanto que las fuerzas armadas locales se guarnecieron en Tamulté y desde allí prepararon una guerra de guerrillas que cuyas consecuencias pagarían los de la ciudad. Por la noche los guerrilleros atacaban a los soldados del tío Sam y por la mañana los invasores en represalia quemaban diez casas. Los gringos obligaban a abrir los comercios y el gobernador decretaba desde Tacotalpa que todo aquel que colaborase con los invasores sufriría pena de muerte.
Los días, las semanas, los meses pasaron lentos. Con el Golfo de México bloqueado no llegaban mercancías. Las pocas noticias decían que el nuevo coloso, parido en América, se apodera poco a poco del territorio nacional en el norte. La naturaleza socorrió a los chocos: la malaria, las infecciones y el calor se impusieron a los invasores. Teresa Vera vivió de cerca todo eso, angustiada, semiescondida, a veces deprimida y en ocasiones con ánimos exaltados.  Es fácil imaginar el arrebato. De seguro intentó participar en tareas voluntarias con la resistencia pero sus padres adoptivos no la dejaron: eso era cosas de hombres. Cada negativa era seguida por una explosión de palabras y llanto. Al final de la invasión su cuñado consintió en adiestrarla en el uso de armas de fuego. A ella le gustaba sobre todo la escopeta y se convirtió en tiradora excepcional pero nunca dejó los libros. En ocasiones don Buenaventura le dedicaba los domingos y corregía las pequeñas pifias. Sus progresos se hicieron evidentes cuando devoró con especial deleite el último de los libros acomodado en la biblioteca de su cuñado. Llegaron otros. Los impresos sobre papel de tela y lomos con letras doradas fluían con soltura si se miraba más atrás, hacia la época de la prohibición de los libros que sumió a la región en un letargo oscurantista. Ella se pasaba largos días oliendo las páginas y disfrutando el enjambre de los trazos capitulares. Sobre las hojas impresas sus ojos alcanzaron el brillo necesario para la coquetería, creció el busto firme que el escote y el corsé encumbraban. La cintura se redujo y el vientre redondo tomó la blandura de los almohadones rellenos de finas plumas de pato y ganso. Más abajo, las piernas se hicieron poderosas y suaves, con ese bellito ambarino que se erizaba como gramínea solar cuando se bañaba en el río San Pedro. Casi alcanzó su estatura. Levantó suspiros con las ondulaciones de su cadera de tinaja, ancha, fresca, como la que tenía su abuela enterrada en arena para que el agua se mantuviera fresca. Giraba con gracia en los valses cuando asistía a los bailes, reía con alguna dureza pero sabía gozar de la ironía. En sus caminatas por el playón, durante los días de sol, presumía su parasol de seda importado, su único lujo. Su aire presuntuoso era en realidad incapacidad para integrarse al reducido mundo que el tocó vivir.  Lo suyo fueron las hojas impresas.


 La bilis negra del romanticismo

Este ensayo se leyó por primera vez en el año 2006 durante el IV Festival Cultural CEIBA, esta fue la portada del programa.


Siete largos años después de la segunda invasión gringa la devastación todavía alcanzaba para llenar los ojos y sobraba. La reconstrucción de la ciudad –más pobre que sus pobres de solemnidad- fue lenta. Pero como San Juan Bautista abastecía en gran parte las exigencias de maderas preciosas, granos y carne, el comercio se reorganizó rápidamente y la ciudad recuperó su elemental agitación festiva. Así lo recreó Justo Sierra O’Really en su crónica cuando vino a buscar la anexión de Tabasco a Yucatán para declarar a la región país independiente. En medio de ese desbarajuste político Teresa Vera cumplió veinte años. Mantuvo su terca autoformación. Tomando de aquí y de allá, leía con apetencia todo lo que llegaba a sus manos. Su disposición retraída y melancólica apenas dejaba espacio para la amistad con las hijas de las familias bien nacidas a las que su cuñado ofrecía sus oficios, y nada para los ojos que la miraban con amor o deseo. Su atención se mantenía concentrada en el repaso, en el lento fluir de novedades editoriales y algunos impresos noticiosos del país y el extranjero: Cuba y España. En cuestiones de estilo el gusto afrancesado empezaba a tomar fuerza en la vida plutocrática choca.
Teresa siente que las mañanas soleadas esconden algo, un entramado teñido de bilis negra. Se ensimisma en largas caminatas. Es el ánima del romanticismo que llega como eco débil en las pocas lecturas de literatura española que a su vez vive un romanticismo tardío. Pero llega. Llega con la sombra del poeta, periodista y activista político Mariano José de Larra, el duende del humor español que despechado se propinó un balazo a los 28 años por un amor no correspondido, la sevillana Dolores Armijo. El romanticismo se convirtió en el fantasma draculiano que impregnaría el mundo hasta convertir el suicidio en una de las bellas artes, y al activismo político en un principio de vida o muerte inspirado en la legendaria figura sueca de Guillermo Tell.
El acontecimiento fundamental en la vida de la joven Teresa, en el que coinciden todos los que han escarbado con indolencia sobre ella, se cumplió. Dado que nunca perdió el vivo interés por aprender y porque lo mejor era mantenerla alejada de sus obsesivas pesadumbres, Gloria Vera influyó en su esposo para que contratara los servicios de un tutor profesional. Don Margalli buscó a uno recién llegado de la península yucateca. San Juan Bautista se había convertido de pronto en un islote salvavidas para quienes huían de la guerra de castas que teñía la península.
El tutor llegó recomendado por algunos de los empresarios que ya lo habían contratado, y bajo esa garantía, don Buenaventura lo presentó a su cuñada:
-Teresita, ¿puedes venir por favor? –Mandó con suavidad el tenedor de libros-. El maestro José Dolores Castro será tu tutor. Don José era un hombre educado en el arte de saber agradar y reconocer las oportunidades. De porte afable y hombros anchos que resaltaban con el impecable corte criollo. La mirada astuta de brillos suaves. La voz controlada pero sin llegar al amaneramiento y la risa desprendida hasta donde las buenas costumbres lo permitían. Los gestos educados de sus manos y el sombrero de panamá atildaban su aire culto. La joven lo miró, contuvo el estallido alborozado e hizo una leve inclinación que fue más bien un amago cortés y se fijaron las horas y los temas iniciales. El primer año fue un periodo de aprendizaje tortuoso, había que reorganizar lo leído y allanar la crecida maleza de las dudas.
Luego vino la gran sorpresa familiar. El fatum imperturbable de Teresa. Si en los primeros partos de su hermana Gregoria el sentimiento de desplazamiento la incomodaba, con el nacimiento de su sobrino Felipe Adalberto, el primer varón que nació el 23 de abril de 1855, el desplazamiento fue total. Nació en el mismo mes, nueve días después de la fecha de su cumpleaños. Los preparativos del parto desplazaron la fiesta acostumbrada. Teresa alcanzaba los veintiún años, asumió la pérdida de atenciones de sus protectores y se concentró todavía más en lo suyo. Con las lecturas descubriría una vocación inédita y fulminante: la poesía. Y un furor inigualable en los costados: el amor por su maestro.


Y en esa hoguera insana que el corazón inflama



Para unos, el mentor de Teresa puede resultar un hombre noble pero pusilánime. Para otros el maestro fue un hombre prudente de fuertes vínculos sociales que prefirió mantener sin riesgo su vitrina acomodaticia. Había llegado de fuera y se adecuó rápidamente en la tarima que ocupaban las familias pudientes de San Juan. Como sea, se presume que Dolores Castro rehuía a veces con suavidad y otras con pequeños desengaños a la joven poeta que le ofrendaba su amor sin tapujos convenencieros. Era un hombre mucho mayor que Tere pero el trato y la calidad intelectual del maestro hicieron que ella se enamorara sin cortapisas. Las caminatas mañaneras, los días de largas conversaciones dieron paso a los poemas donde plasmaba su efusividad amorosa en versos templados por el ritmo de sístole y diástole.
Nunca había sentido algo así. Pero fue la atracción primeriza y exaltada de muchacha ingenua lo que hizo que cometiera su mayor tontería. Sus textos pasaban de mano en mano entre las jóvenes de la incipiente sociedad sanjuanense, algunos disimulados con un seudónimo arto reconocible: Esther Rave. La intensidad de los pocos versos de Teresa se aprecia mejor si se observa que de la mano del amor llegaron las lecturas lagrimeras del romanticismo.
En la poesía de Teresa prevalece el lamento, la impotencia suplicante, el amor infructuoso: Comprended lo que yo siento,/ que no hallo en la existencia más que tedio,/ pues a los veinticuatro años y medio/ murieron las venturas para mi…No se sabe si la relación amorosa se consumó, incluso si hubo o no de por medio un embarazo, el único escritor que reconoció su obra y probablemente la conoció con vida, Manuel Sánchez Mármol, sólo deja entrever el ímpetu desbocado.
Metida en su propia ensoñación, la joven Teresa escribía sus poemas en pequeñas hojas sueltas y se los enseñaba a sus amigas más cercanas, con las que tenía poca amistad pero que le resultaban cercanas de algún modo por las emociones que atravesaba. Después de todo, si ella las había escuchado y hasta le había explicado esos términos preciosistas de los poemas que los jóvenes y poetas escribían para sus fiestas de quince años y boda -aunque con algo de displicencia- por qué no podría ella  buscar esa misma atención, ahora que tanto le urgía platicar. Su ingenuidad le hizo creer que podía confiar en una o en varias de sus amigas la verdad que se hallaba en el fondo de sus textos: el esquivo tutor. Pero se equivocó. Lo que realmente sucedió fue que sus poemas cayeran en las manos de los padres  de familia, en la boca de las mujeres lengualargas e imaginaciones mezquinas, en el deleite de los jóvenes despechados que se vengaban magnificando en chistes indecorosos el verso. Llegó el chismerío a los parques, llenó las tiendas, las boticas, los salones, y se extendió a los hombres y mujeres que acudían al playón para hacer sus compras: ¿Teresita?, sí, la niña de Comalli, la mosquita muerta, sí, quién la viera, enredada en amores con su maestro, el cura no la ha llamado, ha de ser porque su cuñado es muy poderoso, sí, no merece la casa donde vive, cómo, esa que cambió el altar por los libros, pero dónde se ha visto que una mujer decente haga eso niña, mira lo que son las cosas, sí. La orillaron y se ensañaron. Era una pequeña ciudad y sus habitantes se cebaron hasta el hartazgo con el último chisme. Manuel Merino así lo propone en su novela Ruta donde un personaje femenino de nombre Rutilia simboliza a la sociedad que rodeó a la poeta aquellos días. Teresa no pudo escapar del juego perverso del comadreo porque estaba aturdida y sometida en esa doble tensión vital: la poesía y el amor. Se asumió como poeta y se atrevía a escribir lo que sentía al hombre de sus deseos, pese a que la emoción lírica era más bien producto impulsivo que una verdadera intención literaria. Pero eso era algo que ni los propios escritores coetáneos supieron encarar, o más bien, disimulaban con poemas encargados para celebrar a las quinceañeras y desposadas.
El poeta moderno –escribe Pedro Salinas en su libro La realidad y el poeta- sobre todo desde el romanticismo, ha venido afirmando con más ahínco su personalidad, sus privilegios de individualidad y personalidad espiritual, de hecho, es el origen de la exaltación y la aventura sentimental. Lo que no dice Salinas es que a los primeros les tocó pagar el atrevimiento. Tere confundió, quizá, su primera gran aventura amorosa con la intensidad primeriza de la poesía. Hizo suyo el sino  indeleble del romanticismo: el amor desgraciado. Era fácil que la sedujera la consagración trágica de los escritores de la época con la muerte prematura. Ya se sabe, a los románticos el temple arrebatado de sus ánimas los consumió con tal violencia que no sobrevivieron a su propia combustión. De ahí que ella eligiera para su suicidio uno de los elementos con el que algunos herméticos representaron el símbolo de la luz y el incendio fulminante de los deseos.
La poesía de la niña de Comalli no alcanzó a sobreponerse a las cuitas, la idolatría exaltada y el escarceo cortés, ese que por definición –dicen- es imposible. Sobre su desarrollo intelectual y literario se impusieron el siseo ponzoñoso del borlote embustero y sobre todo el aplastante yerro del descrédito familiar. Faltaron a sus íntimos ardores la perversidad femenina para contrarrestar la inquina social y el miedo a la perdición del encuentro, pero una cosa es segura, esa mujer cuyo único pecado fue el atrevimiento ingenuo de escribir a un hombre y hacerlo público no merecía el atroz final de sus días.

Tal vez muy pronto en solitaria tumba

Interior del catálogo del IV Festival CEIBA donde se anuncia la presentación del ensayo-biográfico


Lo llamaban “El Duende” por su trabajo periodístico de humor ácido y lúcido que usaba para criticar la literatura, la sociedad y la política peninsular mientras estudiaba en el Seminario de Yucatán. Era el mismo apodo y actitud del poeta y periodista español Mariano José de Larra. Para sus amigos era Manolo. Para los tabasqueños uno de los pilares fundamentales de la cultura: escritor, periodista, político y director fundador del Instituto Juárez.
Es muy probable que entre 1857 y 1858 Manuel Sánchez Mármol haya viajado durante las vacaciones a su pueblo natal y trabase amistad con algunos jóvenes intelectuales de su época. Se sabe por los viajeros de aquellos entonces que venir o salir de la Ciudad de México o de Mérida rumbo a Tabasco por mencionar algunos puntos, era una odisea pero no imposible. Tomaba semanas enteras, eso sí, pero muchos lo hacía como lo demuestra la gran actividad marítima y pluvial en el puerto de la Villa Hermosa. De haber sucedido, Sánchez Mármol conoció la angustia de vivir y escribir en aquel páramo cultural sitiado por el agua y el atraso en la formación intelectual y científica. El corazón del joven escritor se afilió de inmediato al atrevimiento y el empuje de Teresa Vera ¿No era acaso él mismo un espíritu subversivo? En el fondo, celebró la agitación enconada, como bandada de zanates enloquecidos, que despertaba la fémina en las horas dedicadas a la plática, cuando los vecinos sacaban sus butaques y mecedoras al frente de las casas.
Sánchez Mármol reunió la obra de los poetas y regresó a Mérida. Si ante la idea de un viaje que pudo haber planeado Sánchez Mármol para visitar Villahermosa y conocer lo que se escribía en Tabasco, los escépticos profesionales sacan la tarjeta de la duda, ante la posibilidad de un segundo viaje con este mismo fin, se ofuscan y levantan el dedo acusador de las licencias literarias. Pero fue posible y hasta necesario. La antología de poetas yucatecos y tabasqueños estaba acompañada de los retratos impresos del dibujante José Dolores Espinosa Rendón. La selección de los cinco lirifóricos está precedida por los retratos de cada uno. Algunos afirman que el dibujante hizo sus retratos a partir de daguerrotipos y otros que fueron a partir de retratos hablados. Pero, el daguerrotipo llega a Tabasco hasta finales de la década de los setenta, y si fueron retratos hablados, entonces Sánchez fue el único que los conoció y por lo tanto sí vino a esta ciudad para reunir la obra. Con lo que, de entrada, se hecha por tierra la idea de que el escritor tabasqueño reunió la obra de Teresa Vera después de su muerte.
Desde este mirador, es probable que a finales de 1858 El duende volviera a San Juan Bautista acompañado del artista que elaboró los retratos de los poetas tabasqueños para la antología que elaboró con Alonso de Regil y Peón. Quizá se saludaron. Mármol rondaba los dieciocho, el retratista José Dolores Espinosa Rendón los veintitrés y Teresa los veinticuatro. El libro siguió el curso lento y propio de las publicaciones de la época. En marzo de 1859 Teresa recibió la noticia de que la antología se retrasaría un año. Seguía escribiendo pero la juventud se le hacía eterna. Agobiada, blanco de las burlas, sin otro horizonte que los límites de la ciudad que la arrinconaba, y con la razón enturbiada por el arrebato pesimista, buscó una salida que de seguro pensó que sería rápida y sin dolor. El compuesto letal que ella misma elaboró la mantuvo en una agonía inhumana que empezó aquella noche de vaho caliente, de humedad agobiante y se prolongó durante horas. Después de tomar el bebedizo, los dolores que parecían crecer y crecer, la desesperaron. Aquello no resultó la muerte sosegada que esperaba, y entre la nublazón decidió terminar en el río lo que había empezado y la sobrepasaba. Cuando llegó al Grijalva, despertó la curiosidad de varios hombres que esperaban la mañana en sus lanchones, cuidando la carga. Alguno se persignó, otro más la miraría con curiosidad lasciva. La espiaron pensando en su cuerpo desnudo y se acercaron cautelosos. Cuando escucharon los gritos de dolor y percibieron que el cuerpo se desmayaba sobre la corriente, la rescataron.
¡Es la señorita Teresa! ¡Es la señorita Teresa! Pudo haber exclamado el que la reconoció. Avisaron a la familia de la joven mujer que tenía los brazos y los músculos como alambres tirantes, los borbotones de espuma resbalaban por las mejillas y empapaba el largo pelo negro. Doña Gregoria y su esposo recibieron el cuerpo, el farmacéutico llegó pronto pero la intoxicación seguía ganando terreno. Ante la situación que desconocía, se pudo haber confundido por los síntomas y pensó que se trataba de una indigestión o de alguna complicación por el agua en los pulmones. Fue con la luz del día, mientras limpiaban la cocina cuando comprendieron todo: ahí estaban los restos de la pócima. Pero a esas horas el daño era irreversible. Sólo quedaba esperar. Teresa esperó entre convulsiones y dolores atroces que fueron menguados con inyecciones de heroína.
Urgido, don Buenaventura buscó a otro facultativo pero el diagnóstico fue sumario: ¡No hay nada qué hacer, sólo esperar!. Tampoco tenía sentido salir hacia Frontera donde había otro médico. Siguieron pasando las horas, las mujeres se limitaron a cambiar las sábanas manchadas con aquella babaza azufrinada y los coágulos negruscos que salían con los lavativos aplicados según las recomendaciones del farmacéutico. Si pasa esta noche es probable que se salve. Ante el inminente desenlace y los borbotones de las aguas negras de la habladuría, los Margalli Vera  decidieron que al día siguiente se trasladarían a la finca El Paso Real para que, en caso de mejoría, Teresa estuviera en calma. Pero ella, Tere, Teresa, la niña de Comalli, muere el 29 de mayo de 1859, cuando apenas había cumplido los 25 años. Su dolor no tuvo testigo, su amor y su muerte sí, y bastantes, todos marcados por la saña.
“Si, como tantas veces se ha dicho, el amor es la historia de la mujer, en pocas se ha cumplido como en nuestra poetisa” alcanzó a escribir Sánchez Mármol en el comentario que acompañaba la selección de la tabasqueña que comparó con Safo. El libro fue visto por primera vez en abril de 1861, si hubiera llegado antes, quizá, se habría convertido en la diferencia entre el salto hacia la poesía y ese gran salto hacia el vacío que prefirió.



*“Teresa Vera, un amor sin testigo” se leyó por primera vez el miércoles 25 de octubre de 2006 en el Instituto Juárez dentro del marco del IV Festival CEIBA, y se publicó por el IEC en diciembre de 2010 en la antología “Mujer de miel”, preparada por el poeta Teodosio García. Juan de Jesús López/ Villahermosa

2 comentarios:

  1. Gracias por compartir el texto, mi querido Juan. Celebro tu blog que, seguro, tiene muchas cosas que aportar al ámbito cultural de Tabasco.

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  2. Mi buen amigo Francisco, Gracias por la visita, y sí, de entrada espero solo eso, compartir muchos de los textos que no han pasado del ámbito de las presentaciones o de las páginas del periódico en turno en que esté chambeando para más lectores y luego, claro, aportar manquesea un chis a lo cultural de Tabasco.

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