martes, 6 de marzo de 2012

El privilegio de llamarse Gabriela


 "Pueblo que pierde su memoria, pierde su identidad y deja de existir"



La cronista, será homenajeada con el libro “La importancia de llamarse Gabriela”. Foto Juan de Jesús López


Doña Gaba, mamá Gaba, o simplemente, Gaba. Así es como he oído que muchos llaman a la cronista Gabriela Gutiérrez Lomasto. El tono es de ternura o de respeto. Ella es algo así como la matriarca en el predio de las letras por mujeres de una época más cercana a la tradición oral y al terruño provinciano que la posmodernidad y el ciberespacio distanciaron con premura.
La escritora, periodista y memoriosa es representante de esa época donde el relato oral era el único vínculo con la memoria, y la memoria el vínculo primigenio con la vida. Cuando las generaciones se sucedían con lentitud y los textos se acicalaban en el reposo de la hoja y el arrastre de las frases hechas “de puño y letra”.
En los asuntos de las tradiciones populares de la antigua San Juan Bautista  es referencia obligada.  En sus charlas y comentarios radiofónicos siempre coloca los recuerdos de su Villahermosa antigua, como trazos en papel transparente  sobre la vida contemporánea villahermosina actual.
Los recuerdos de esta gran narradora oral son el equivalente a una fotografía antigua, en blanco y negro, coloreada a mano, con personajes de expresiones difusas y calles de sol tan intenso que aplana luces y sombras. Pero con los recuerdos no se hace fotografía.
Y lo sabe. La memoria vital, de carne y hueso, con tonos de voz y arrugas, es un tesoro intangible en peligro de extinción. Ella es de esos tabasqueños que guardan la memoria viva y palpitante con seña y colorido, con datos y jiribilla, de los que gustan platicar largo y tendido. Y para eso fui a buscarla a su casa.
“Uy mijo, platicar es lo que más me gusta pero ya no pierdo mi tiempo platicando con cualquiera como esos chamacos que te hacen entrevista de veinte minutos y sacan cuatro párrafos” me dijo al recibirme en la sala de su casa donde vive con su esposo, el poeta Agenor González Valencia. La planta baja de la casona construida probablemente a mediados del siglo 20 está llena de fotos familiares, de retratos y un busto en bronce que señorea la estancia bajo la luz tenue del interior que la refresca, muy a tono con el agua de tamarindo que ofrece.
A sus ochenta años, lúcida, con buena salud, se ufana de no usar el celular ni la computadora. “No la necesito, yo no apunto nada en esa cosa”. Y sin falsa modestia comenta que como ella solo hay una y se mira con mucha vida por delante pero, por si acaso,  ya tiene varias cajas con apuntes, memorias y crónicas que son la herencia anunciada para ese otro memorioso al que quiere como un hijo, Jorge Priego Martínez.
-¿Cómo le hace para mantener engrasado y activos los mecanismos de su memoria? –recibe la pregunta y se acomoda en su sillón de mimbre. Se toma su tiempo. Jala aire y lo suelta despacito entre los labios delgados como hacen los fumadores. Sabe que la charla va para largo. La luz del medio día que entra matizada por la ventana define su perfil blanco.
-Mira, la ejercito todos los días. Si paso por una calle recuerdo todo lo que sé de ella y cómo era antes de que la modernidad la cambiara. Si encuentro una foto repaso los nombres y las anécdotas. Si es un día especial me pregunto cómo celebrábamos antes esa fecha. Apunto y platico con mis amigas y jóvenes que de verdad quieran platicar conmigo. Pero la verdad es que estoy muy agradecida con Dios porque me dio mucha salud, buena memoria y porque me dejó conocer a grandes narradores orales como mi tía Martina, doña Maurilia, mi padre Rosendo, y mi esposo Agenor que siempre respetó y apoyó mi trabajo.

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La plaquette-homenaje, en la que aparece este texto junto al de otros autores como Kristian Cerino, Jorge Priego, Geney Torruco, entre otros, publicada por Teodosio García Ruiz en su editorial Arqueros del viento. Marzo/2012

Tenía como siete años y recuerdo cuando mamá decía: Martinita va a venir mañana  a costurar. ¡Híjole!, desde ese momento a mí se me alegraba el alma. Mi tía Martina Lomasto no tenía máquina de coser y una vez por mes llegaba a la casa con todas las costuras  atrasadas que tenía.
La máquina estaba en el pasillo de la casa. Yo preparaba mi pushcagua de galletitas de animalitos, hacia mi pinol. Cuando mi tía llegaba y se acomodaba frente a la máquina yo me tiraba en el piso lo más cerca que podía, aconchada en la pared.
Mientras costuraba me platicaba una y mil cosas:
“Uuuy no, mija, en los tiempos de lluvias no se podía caminar por la calle Marina –hoy Fidencia-  porque se convertía en un lodacero tan terrible que nos íbamos hasta la rodilla. Mi papá mandó  a hacer la banqueta del frente de nuestra casa y gracias a eso el vecino hizo su banqueta, y luego otro, y así, cada quien a su medida y a su altura o como Dios le daba a entender”. Después de que mi tía se iba, yo salía y me ponía a imaginar esa calle.
Me decía mi tía Martina: “Ay, a mí lo que me pestaba era limpiar los bombillos de los quinqués. Se limpiaban con papel periódico y me tiznaba las manos. Cómo me daba coraje porque costaba trabajo quitarse el tizne del humo”.
Años después, cuando a mí me tocó limpiar los bombillos que eran de un cristal transparente y frágil yo ya sabía qué era eso. En todas las casa había quinqués porque a las diez de la noche se iba la luz en el Centro de Villahermosa. En la casa siempre quedaba un quinqué prendido para el último que llegase,  y ese lo apagaba. Teníamos turnos para limpiar el bombillo y cortar la mecha para que la flama saliera pareja.
¡Y el cine, qué te digo! La película “Allá en el rancho grande” la vi antes de que se proyectara en la pantalla por que ya me la había contado mi tía Martina mucho mejor. “Cómo sufrió Crucita con las maldades de René Cardona”, me decía.  Yo me imaginaba perfectamente la película porque era una narradora nata. Tenía ese don. Cuando por fin vi esa película fue como volverla a ver.

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-En estos tiempos, a nadie le importa mucho la tradición del relato oral, y menos escuchar a los viejos, le suelto a la maestra que hace un mohín, mira algo en la esquina contraria y me revira con tono de sentencia.
-Pueblo que pierde su memoria pierde su identidad, pueblo que pierde su identidad y su memoria deja de existir.
-Algunos piensan que eso es vivir en el pasado.
-No se trata de vivir en el pasado pero tampoco de tirarlo todo al bote de la basura. Yo no digo ni quiero que la vida sea estática, el desarrollo es algo permanente ¿aunque no sé a dónde nos lleva?, pero vivimos en él. Yo lo que digo es que estamos perdiendo valores importantísimos que tienen que ver con nuestra tradición, con nuestra identidad, con eso que llaman memoria intangible, el relato como una convivencia.
-¿Cuáles son esos valores?
-Hay muchos, pero en el caso de la convivencia y la tradición del relato oral, están la sobremesa por ejemplo, y aquellas sentadas en las banquetas frente a la puerta de tu casa. Esos son valores que nos formaron culturalmente durante muchas generaciones.

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Algunos detalles de la sala de la casa de doña Gaba. Foto Juan de Jesús López

 Doña Gaba señala que hay un distanciamiento entre dos generaciones que de manera natural deberían de estar unidas por el relato oral: abuelos y nietos. Los viejos han dejado de comunicarse con los jóvenes, y al revés, a los jóvenes no les interesa comunicarse con los adultos. A tal grado que en una casa hay cinco o seis mundos distintos. El  problema no son unos ni otros, son todos, sentencia.
De la gente acomodada muchas señoras dedican más tiempo a las reuniones sociales mientras que las de la clase media prefieren las telenovelas, y muy pocas dedican tiempo a sus nietos. Por otro lado, los jóvenes prefieren estar chateando en la computadora o viendo estupideces en la televisión, describe.
“Y lo que es peor mijo: la computadora, la televisión son medios de comunicación enormes pero ninguno, si le preguntas, ninguno o muy pocos de los jóvenes sabe qué es lo que sucede ya no en el mundo sino en su país o en su propio estado”.
Se perdió el encanto de aquellas sentadas en las banquetas y en las temporadas de norte que eran en realidad una forma de comunicación oral, un pretexto para convivir todos los días, así nos enterábamos de todo lo actual y lo pegábamos en la charla con los sucesos del pasado.
¡Pero la sobremesa hijo, eso era maravilloso! Era una lección diaria de historia, de lo que sucedía en el mundo. En  aquellos tiempos el padre se sentaba a la cabeza de la mesa, todos nos sentábamos a comer a la misma hora ¡Cuidado y le faltaras el respeto a tu padre!  Luego venía la sobremesa.
Yo tenía 10 años. Mi padre siempre compraba el Diario de Yucatán. Nos hablaba de las noticias del país y del mundo pero no nos leía, ni nos contaba siguiendo el sentido periodístico, él ponía a las noticias su propio tono, su estilo para decirnos las cosas de una manera que también nos ilustraba sobre los lugares, la moral, la violencia, la sinrazón de la guerra. El mundo no nos era ajeno.

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-¿Por qué fue tan importante su padre  en esa pasión de contar historias?
-¡Mi padre era un soñador maravilloso! Por alguna razón, siendo nosotros seis hermanos, siempre tuvimos un química muy especial y por eso entre mis hermanos hubo la idea de que era la consentida de nuestro padre.
-¿Y cuál era esa ligazón especial, en qué consistía?
-Lo que pasa es que mi abuela, que era mitad  maya y español, se llamaba Gabriela. Yo supongo que su padre le puso así porque era un nombre muy duro, nadie se llamaba así en esos tiempos. Entonces, cuando mi padre salió de Campeche ella le dijo: Mira Rosendo –el único varón de tres hermanos, por cierto una hermana de mi papá es la abuela del cantante Reyli-  a tu primera hija le pones mi nombre para que no te olvides que tuviste madre. Nací yo y me pusieron así.
Mi hermana decía que mi padre me quería mucho porque tenía que cargar con el nombre de mi abuela, que nadie quería para sí. Pensaban que me quería como una compensación por llevar ese nombre que era casi casi un castigo.
Lo cierto es que ni en la primaria, ni en la secundaria ni en la prepa encontré a alguien que se llamara así. Siempre me decían Gaba, no había de otra. A mí no me gustaba mi nombre porque me daba la impresión de que su sonido como que golpea, además, nadie se llamaba Gabriela en Villahermosa en esos tiempos.
-¿Lo soñadora lo heredó de él?
-La verdad es que yo también era soñadora pero no lo sabía, quizá él sí. Me decía: Flaca –yo fui muy flaca-, mañana nos vamos temprano, vamos a visitar el panteón. Al día siguiente yo estaba puestísima. Salíamos  desde donde hoy está el Rits por el Mercado Pino Suárez, toda esa cuadra era una quinta con árboles altísimos a los que me subía hasta el cogollo para sentirme la reina del lugar.
Pues desde ahí nos íbamos caminando hasta el Panteón Central. Esta calle se llama así por esta razón. Aquí pasó esto o aquello, aquí había una fábrica, aquí  estuvo el restaurante la Cucaracha, aquí estaba el Puente de Alpudia,  por aquí pasaba un río y por eso se llama Puerto Escondido.
El que abría el panteón era muy amigo de mi papá y lo recibía siempre con un “Buenos  días don Chendito”. Se saludaban. Luego mi padre me decía: Vamos a ver el ángel que llora. Se refería a la escultura de un ángel grande que tiene una pierna extendida y la otra recogida, con una antorcha en la mano y cabisbajo, situada en el primer patio, entrando, a mano derecha. El sereno se le quedaba en las cuencas de los ojos y los primeros rayos del sol, lógicamente, hacían que se corrieran las gotas de aguas sobre el rostro de mármol.
-¿Cómo vio eso su padre?
-Nunca me lo dijo, para mí era normal que el ángel llorara. Lo decía mi padre y punto. Luego nos íbamos a leer los epitafios, algunos muy preciosos, recogíamos tamarindo y regresábamos a casa. Mi papá me decía: Yo no sé por qué se le tiene miedo a los muertos, hijita, si el que se muere no vuelve. Tú no creas en espantos. Lo decía porque el brujo de Casa Blanca, don Chucho Aguirre, afirmaba que yo tenía no sé que facultades.

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Los mejores tiempos para la contadera de anécdotas eran los tiempos de la creciente. Cuando llegaba la gente que vivía en las riberas y las zonas bajas ya estaban preparadas con tablones para el tapanco y el cayuco a la mano. Entre los raudales de agua venían los peces que mi padre pescaba desde el balcón de la casa. También llegaban los vecinos más afligidos, y con ellos, los cuentos llenos de personajes fabulosos.
“Los niños sabíamos que ya venía la creciente porque veíamos a los adultos que empezaban  a guardar  las latas con galleta de animalitos, las latas de café, la panela, el pinol, los tasajos de carne y ponían todo en el tapanco. ¡Qué alegría porque ya iba a llegar la creciente! No le teníamos miedo al agua, el agua no era nuestra enemiga por el amor de Dios”.
Todo el mundo se preparaba y nos daba tiempo porque el agua no llegaba de romplón, “era creciente”, comenta la cronista quien recuerda que su padre tenía junto a la ventana una madera cuadrada con una escala numerada que le servía para medir lo que subía o bajaba.
Pero el método más exacto eran uno caracolitos, “como el sorbete”, pequeñitos y suaves que cuando los apretabas dejaban una arenilla suave en los dedos. Esos bichos se pegaban en la pared alrededor de las casas de material, en los árboles. Eran la indicación de la altura para levantar las tarimas. “Y nunca pasó de ahí el agua”. Esos animalitos insignificantes eran una gran ayuda y los acabó el petróleo, reclama.
“Como la quinta era muy grande y mi mamá también era muy generosa, aunque tenía un carácter mucho más fuerte que el de mi papá, le daba posada a la gente que vivía cerca del río. Esa gente venía con sus tablones para levantar pequeños tapancos en el interior de los cuartos externos de nuestra casa, pero en la noche, todo el mundo se concentraba en la pieza grande que era la sala.
“Con esa gente humilde y hermosa llegaba doña Maurilia, una señora que le lavaba la ropa a mi mamá. Ella fue otra gran platicadora que nutrió mi vida y, sin saberlo ni ella ni yo, mi pasión por contar. Tenía otras formas de expresión, otras vivencias.
“Por las noches doña Maurilia cargaba con su butaque, se sentaba con la falda entre las piernas y se ponía a contarnos historias de aparecidos, de brujos, de fantasía y media. Era maravilloso oírla contar todo aquello, como un actor en medio del escenario y nosotros alrededor de ella. No existía la palabra damnificado”.
La gente de las partes altas iban y venían en sus cayucos vendiendo pollos, verduras, describe la maestra Gabriela que da a la lluvia un sensación corporal. “Es que la lluvia parecía que pellizcaba el agua, con la llama del quinqué yo me imaginaba que el agua de la creciente y la lluvia bailaban”.

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Aspecto de la sala de la casa de la cronista villahermosina. Foto Juan de Jesús López


-¿Se perdió la capacidad de contar, del relato oral en los tabasqueños?
-Por completo. Contar nos permitía vivir a lo largo de los años porque los recuerdos se ligaban al presente y de ahí saltaban a los territorios de la fantasía y de vuelta a la bendita vida. Ahora todo lo quieren encontrar en internet, pero no es lo mismo. A las palabras les hace falta rabia, ternura, emociones de alegría o tristeza, lo que sea para que lleguen al otro que te escucha y se emocione.
-De la memoria visual quedan fotos, de la memoria oral no queda nada.
-Así es. La memoria oral, la vivencia se pierde con los viejos  y cuando uno se muere, no queda nada.
-¿Hace falta una especie de Biblioteca del relato oral, donde los viejos platiquen sus vivencias y se guarden?
-¡Eso! Se debe crear una mesa donde se les invite a contar algo, lo que quieran y que se vaya grabando. Eso sería magnífico. Yo tuve un programa que se llamaba Las pláticas de Gaba, iban muchas personas que sabían cosas que yo no sabía y el relato se hacía más grande y hermoso. Duró tres años. Al nuevo presidente municipal no le interesó y se acabó.
-Ya ni las autoridades respetan a los ancianos.
-Lo primero que dicen es: Ay, pura tonteras habla. Se quedó perdida en el tiempo.  Como si ese tiempo no tuviera valor, miran al tiempo, a los recuerdos, a los viejos con desprecio como si lo que vivió no tuviera ningún valor. Por qué, porque los papás no enseñamos a nuestros hijos ese respeto.

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Contrario a lo que se cree, la maestra Gaba vivió en carne propia el desarraigo. “Antes eran muy pocos lo hijos que salían de la familia para irse a otros lados. Antes, en Tabasco, la familia crecía, se agrandaba y disminuía con sus muertes.
“Las familias que tenían posibilidades mandaban sus hijos a la ciudad de México, hijos que generalmente ya no regresaban”.
La maestra Gaba salió de Tabasco, vivió muchos años en Puebla y regresó. Mantiene vivos sus querencias y sus principios o sus terquedades anti-tecnológicas, como esa de que el celular se convierte en grillete de esclavitud para su poseedor.
¿Por qué no usa celular? Porque no tengo ni quiero amos, menos a estas alturas de la vida, contesta tajante.
Se le podría tachar de reaccionaria, le devuelvo. Lo sé pero me río porque yo no me complico la vida, regresa con la misma prontitud.
Y cierra con una reflexión:
Un celular, una computadora y hasta una televisión son inventos maravillosos. Un celular puede salvar una vida pero no puede sustituir la vida. Ahora, además de los cubiertos colocan sobre la mesa los celulares, si suena, las personas dejan de comer para atenderlo, ¡Por favor! Las  nuevas generaciones son esclavos de la comunicación pero están incomunicados.


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Este texto fue publicado por primera vez el domingo 22 de enero de 2012 en la sección Zona Urbana del periódico Milenio Tabasco. También fue seleccionada para publicarse en el librito-homenaje “La importancia de llamarse Gabriela” coordinado por el Teodosio García Ruiz, bajo el sello editorial de Arqueros del viento. El libro fue publicado en febrero del 2012 y se presentó el 8 de marzo de 2012. Juan de Jesús López/ Villahermosa/2012

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